jueves, 17 de octubre de 2013

Una lección de humildad

Hace años, cuando estudiaba la asignatura de farmacología en la Facultad de Psicología, leí un libro sobre la ruta del opio en Asia y me llamó mucho la atención una fábula hindú con la que empezaba el primer capítulo. Este relato quería hacer ver que la droga lleva al individuo a una ascensión sin límites hacia una ilusión irreal de poder.
Sin embargo, se puede interpretar como una lección de humildad que nos lleva a entender que la aceptación de lo que somos es la base para conseguir una buena adaptación a nuestro entorno; hay veces que sólo percibimos lo positivo de los otros, pero no vemos la parte mala, y pasamos por encima de nuestras propias bondades.
¿Qué tiene que ver con la Psicología Deportiva? Cualquier campeón os hablará de la humildad; anabolizantes o cualquier tipo de doping actúa en nuestra psique como cualquier droga; ayuda a la aceptación personal, etc...
Aquí os dejo un cuento que he desarrollado a partir de aquella fábula, un poco más elaborado y contextualizado. No he sacado ningún tipo de copyright puesto que no lo he escrito para lucrarme con ello, por lo que si os apetece difundirlo lo podéis hacer libremente (eso sí, agradecería que citarais la fuente).
He aquí una lección de humildad:


En la lejana India vivió una vez una rata, una rata común, cuya vida no era muy diferente de la que pueda tener cualquier animal de su especie en otra parte del mundo. Vivía en las alcantarillas, hurgaba en las basuras y huía de los gatos; esto último era lo que más indignaba e incomodaba al roedor, siempre su vida pendiendo de un hilo y de su habilidad para zafarse de los felinos y de su obsesión de acabar con ella.
Una de esas noches en que la luna ocupa gran parte del cielo de Rishikesh, la rata estaba intentando acceder a unos restos de comida, al parecer bastante frescos, que habían sido arrojados dentro de un bidón metálico bastante oxidado. Atareada en su labor, no se percató de que un gran gato negro estaba controlando sus movimientos y adoptando la postura de ataque, siguiendo con su mirada la cola y el rojo reflejo de sus ojos mientras intentaba apropiarse de aquel manjar que suponía su cena. El gato, en un intento de adoptar la postura infalible de ataque, adelantó una de sus patas para posarla sobre el bidón, sin calcular que el roce de sus uñas con el metal produciría un leve chirrido; esto alertó a la rata que, por un momento, detuvo su labor de acopio girando la cabeza, con las orejas erguidas, hacia la fuente del sonido. Inmediatamente identificó la amenaza y justo en el momento en que el gato empezaba a ejecutar el salto, con un hábil movimiento salió del bidón, incluso apoyando sus patas traseras sobre el mismo felino que acabó semienterrado en la basura; la indignación de éste fue tal que salió disparado a la caza de la rata. La persecución entre las oscuras y estrechas calles no daba ganador a ninguno de los dos animales hasta que, en el momento más crítico de la carrera, cuando el gato estaba a punto de alcanzar a la rata, ésta vio una vieja puerta crujida por abajo que significó la diferencia entre la vida y la muerte.
Durante unos minutos y en la seguridad de aquel viejo edificio recuperó la respiración al tiempo que aprovechaba para acicalarse el hocico, pegajoso del pringue de los restos de basura, sin prestar demasiada atención a su alrededor. Un extraño brillo, que reflejaba los rayos de la luna llena, llamó su atención hacia una habitación contigua a donde se encontraba. Sin temor alguno se acercó hacia aquella fuente de luminosidad para saciar su curiosidad; una enorme estatua dorada de Buda presidía e iluminaba aquel entorno. Sentada sobre sus patas traseras se quedó observando aquella imponente figura desde su base, un ser humano, el que todo lo dominaba.
Entonces, una voz, proveniente de la estatua se dirigió a la rata:
- ¿Qué deseas de mí?
La primera reacción del animal fue un enorme susto que activó su sistema de huida, pero finalmente se quedó quieta en el mismo sitio.
- ¿Me hablas a mí? - dijo incrédula.
- Hacía muchos años que nadie me visitaba y en agradecimiento a tu presencia te concedo el deseo que quieras.
- ¿Lo que quiera? - preguntó la rata.
- ¡Sí! Tal cual oyes.
Estuvo pensando durante un rato, inmóvil como la estatua que tenía ante sí.
- Me gustaría convertirme en gato para que al fin dejaran de perseguirme.
- ¿Esta es tu voluntad? - Surgió la voz desde el Buda.
- ¡Sí! Estoy segura de ello.
- Que te sea concedido – dijo la voz.
En ese mismo instante, la rata se transformó en un hermoso gato atigrado, de buen tamaño y fortaleza. La euforia se apoderó de la rata, ahora gato, y agradeció mil veces el favor a la estatua de Buda. Su primera intención fue salir a la calle y devolver su merecido al gato que la acababa de perseguir.
Y así lo hizo, salió en busca del gato para ajustar cuentas con él. Se sintió poderoso cuando en su camino se cruzó otra rata y salió despavorida al verle.
Tras una esquina se topó a su objetivo, distraído lamiéndose la pezuña junto al bidón donde minutos antes se habían enzarzado en la persecución.
El rata-gato era bastante más corpulento que su rival, que al percatarse de su presencia se incorporó en una postura defensiva, dispuesto a huir si la situación lo requería. Pero no reaccionó a tiempo, y se llevó dos zarpazos que le abrieron una herida en uno de sus muslos. Comenzaron una carrera de obstáculos hasta que el rata-gato se dio por satisfecho con la reprimenda que propinó a su antiguo agresor.
Desde aquel momento sintió la satisfacción de pasearse por las callejuelas de Rishikesh sin temor alguno a encontrarse con un gato.
Pero su pelo se erizó cuando, con su despiste del disfrute, se topó con un gran perro callejero, que al verle levantó sus orejas y extendió su rabo. El rata-gato vio que aquella presencia era peligrosa y, antes de que aquel enorme perro iniciara su carrera, dio un giro prodigioso y extendiendo sus patas para conseguir la máxima amplitud de zancada giró una esquina y dio al perro por eludido; pero el olfato canino lo volvió a plantar ante sí, a mucha menor distancia de la que hubiera deseado. El rata-gato emitió un desagradable grito de pavor e intentó huir de nuevo, pero se halaba en un callejón sin salida. El perro, mostrando sus colmillos se iba acercando paso a paso, esperando que el gato emprendiera una nueva huida para poder hincar sus caninos en el pescuezo del felino. A poco más de un metro de su verdugo, el rata-gato realizó un rapidísimo zig-zag y emprendió una escalada por una pared desconchada hasta que se halló temporalmente a salvo en una estrecha repisa. El perro se sentó a esperar, con la tranquilidad de que su víctima no tenía más salida que volver a ponerse a su alcance. Pero el rata-gato se percató que a la altura donde se encontraba había una vieja ventana que tenía un cristal roto por donde posiblemente podría pasar. Al moverse el perro se incorporó, con las orejas levantadas y lo siguió con la vista. Pero el gato no tuvo problema para entrar en aquel edificio por el cristal roto.
Cual fue su sorpresa al darse cuenta de que volvía a estar tras la estatua dorada de Buda, ni hecho aposta. Bajó por donde pudo y se situó ante aquella imagen.
- ¿Otra vez tú? - Sonó desde su interior.
- Pues sí, ya ves, me acabo de llevar otro susto – contestó el rata-gato.
- ¿No estás conforme con tu nuevo aspecto?
- A ver, no es que quiera abusar, pero...¿Sería posible convertirme en perro?
Hubo unos segundos de silencio.
- Está bien, pero debes elegir bien lo que deseas.
- Estoy seguro de ello, ¡Quiero ser perro!
Casi inmediatamente su aspecto cambió y se convirtió en un hermoso perro con aspecto de lobo. El rata-gato-perro se sentía fuerte y poderoso, con ganas de mostrar al mundo su esbelta y agresiva figura. Dio las gracias al Buda y buscó una salida que no existía, puesto que ya no podía trepar por las paredes. Había una antiquísima puesta de tablas carcomidas que estaba bloqueada por un pestillo metálico. Se incorporó y empezó a rascar con las patas delanteras hasta que, por casualidad, el pestillo se desencajó de su agujero y la puerta quedó entreabierta. Empezó metiendo el hocico y, aunque la puerta rozaba en el suelo y no se podía abrir del todo, logró deslizar su cuerpo por el espacio que se había logrado abrir.
Ya en la calle se dedicó a deambular por la ciudad, disfrutando de ver que gatos y otros perros se apartaban de su camino temerosos de levantar la ira de aquel hermoso animal.
En su caminar sin dirección fue alejándose del centro de la ciudad y descubrió lo que no conocía hasta aquel momento: la jungla. Había mucha vida en los árboles, el aire era fresco y limpio, sentía placer de notar la hierba bajo sus patas. Era feliz, ya había encontrado el estado perfecto y quería disfrutar de él el resto de su vida.
Pero, automáticamente, su rabo se encajó entre sus piernas la toparse con un enorme animal del que sólo había oído hablar y que, hasta entonces pensaba que era un mito: un gran tigre estaba despedazando una especie de gacela o animal parecido, con sus fauces rojas de la sangre de su víctima. El rata-gato-perro intentó que aquella bestia no se percatara de su presencia y al dar la vuelta para coger el camino por donde había venido una rama crujió bajo las almohadillas de sus pies. El gran tigre giró su cabeza y sus miradas se toparon; éste emitió un rugido de dominio que atravesó la jungla e hizo que el perro no pudiera contener su pipí del gran susto que llevaba encima. - ¡Corre! – se dijo a sí mismo, - ¡Corre todo lo que puedas!
Aullando del susto y sin saber hacia dónde se dirigía, no calculó y realizó un círculo perfecto hasta que se volvió a encontrar cara a cara con el tigre, pero esta vez a pocos centímetros. Aunque estaba agotado de la carrera anterior, volvió a reaccionar justo a tiempo, pero esta vez se llevó un zarpazo en sus partes traseras que le provocó una profunda herida. El tigre le persiguió durante unos minutos, pero cejó en su empeño para volver a saborear la pieza que había cazado.
El rata-gato-perro deambuló durante horas perdido en la jungla, tiritando de miedo y hambre. No sabía dónde estaba ni cómo salir de allí. Oscureció y su malestar aumentó incrementado por el dolor de la herida sufrida. De vez en cuando se sobresaltaba al oír a lo lejos un rugido del tigre, y el temor de que se lo volviera a topar le angustiaba como nunca se había sentido. La noche es muy profunda en la jungla y un perro no tiene la facilidad de visión nocturna que una rata o un gato. Como pudo se tumbó a descansar en una piedra bastante plana que encontró por casualidad. Intentó no dormirse, pero el cansancio pudo con él.
De repente, un nuevo rugido del tigre le despertó, con un gran susto que reactivó su temblor y el dolor de su herida. Empezaba a amanecer, pero la espesa niebla que se había asentado en la jungla hacía casi imposible ver más allá de dos metros.
Otro gran sobresalto se apoderó de él al oír:
- ¿Otra vez tú?
- Se giró hacia el origen de la voz y se dio cuenta que había dormido sobre la base de una estatua de Buda oculta por la vegetación. La voz prosiguió:
- ¿No estás conforme con tu nuevo aspecto?
El rata-gato-perro sintió alivio al escuchar aquella voz conocida. Por fin habló para contestar a la estatua:
- La verdad es que siempre había pensado que un perro era el animal más poderoso que existía, pero ahora, que he sabido lo que es un tigre, la verdad es que me gustaría tener el aspecto de un animal así. ¿Sería posible que me convirtieras en un tigre?
- Nunca tienes suficiente, ¿Verdad? - dijo la voz. - De acuerdo, te convertiré en un poderoso tigre, a ver si al fin encuentras tu situación ideal aquí en la tierra.
Y así fue, ahora era un rata-gato-perro-tigre.
Ahora ya no había nada por encima de él, era el animal más poderoso del mundo y no tenía miedo a nadie. Pero iba equivocado.
Aún no había podido disfrutar realmente de su nuevo estado cuando oyó unos sonidos que le resultaban familiares. Eran varios y parecía que estaban chillando como si se disputaran algo. Movido por su curiosidad y su seguridad de ser tigre, se acercó para ver. Mientras andaba cautelosamente, puesto que siempre guardaba algo de prudencia aprendida de sus estados anteriores, oyó un trueno muy potente atravesando la jungla que le provocó tal susto que cambió de dirección y corrió sin saber ni porqué ni hacia dónde. Otro trueno alcanzó sus oídos, tras el cual, los chillidos se hicieron mucho más efusivos. Desorientado y recordándose a sí mismo que era un tigre y no debía temer a nada, paró para buscar la vegetación que mejor le camuflara e investigar qué estaba pasando. Poco a poco, el silencio iba retornando a la jungla y los sonidos que habían desencadenado todo aquello se fueron apagando, tan solo se oían una especie de susurros. Ya más tranquilo empezó a andar hacia la fuente del sonido con la máxima cautela y olfateando para recibir información de su entorno. Y así fue, un olor conocido le devolvió el miedo de su condición: seres humanos. Siempre, desde que era una rata, había sido esquivo con los hombres, los desconocía en el cara a cara, aunque sí recordaba los sabrosos restos de comida que solían tirar a la basura. Cogió un buen sitio para observar sin ser visto. El alma se le vino a los pies cuando vio un grupo de ocho o nueve hombres que acababan de matar al tigre que la noche anterior había estado a punto de acabar con su vida. ¡No podía ser! El animal más poderoso del mundo estaba ahora sin vida, colgado por las zarpas de una larga vara de madera que dos de aquellos hombres llevaban sobre sus hombros.
El rata-gato-perro-tigre lloró por primera vez; ya había perdido la seguridad que horas antes le había concedido la estatua de Buda.
Caminó con la cabeza baja dibujando una marcada tristeza en su rostro.
- Debo ir a ver al Buda una vez más – se repetía incesantemente. - Debo ir a ver al Buda.
Y así fue, llegó hasta la estatua semiescondida en la jungla y se tumbó frente a ella.
- Y ahora, ¿Qué te pasa? - Pronunció la voz desde dentro de la imagen dorada.
- El tigre no es el animal más poderoso del mundo. El ser humano mata tigres – dijo esto y calló.
- ¿Acaso ahora quieres que te convierta en humano? - Preguntó la estatua.
- ¿Es posible?
- Es tu última oportunidad, tú eliges.
- No quiero vivir con esta angustia, quiero no tener que temer a nada y menos acabar como el tigre que me atacó anoche.
- !Piénsatelo bien! - Le aconsejó la estatua.
- Lo tengo claro. El hombre es el ser más fuerte y poderoso que hay sobre la tierra, incluso más poderoso que el tigre.
- Si es tu decisión te lo otorgaré pero, repito, es la última.
- ¡Sí! Conviérteme en humano.
Inmediatamente adquirió la presencia de un esbelto y hermoso hombre, con una cualidades físicas y estéticas rozando la perfección. El rata-gato-perro-tigre-hombre se gustó, se gustó mucho y, desde aquel momento, decidió vivir la vida de hombre, saborear sus comidas, amar a sus mujeres, realizar sus creaciones, adorar a sus dioses, imponerse al resto de criaturas existentes. Ahora sí había alcanzado la máxima de sus aspiraciones y se sintió feliz de que, un día, una adorable estatua de Buda le concedió el más anhelado de sus deseos.
Pero una noche, tiempo después, volvía de la casa de una de sus amantes, en una clara noche de luna, y se dirigía su hogar cuando, al pasar cerca de un bidón oxidado de metal oyó un extraño ruido, apenas imperceptible, pero que le llamó mucho la atención. Al asomarse al interior, un profundo escalofrío recorrió su cuerpo a ver dos ojos rojos que le miraban fijamente.
- ¡Una rata! - Exclamó chillando. - ¡Una rata enorme! - chilló desesperado mientras arrancaba a correr.
Aquella rata, sorprendida, salió del bidón y corrió tras él, por simple curiosidad. Cuando el rata-gato-perro-tigre-hombre vio que aquel animal le perseguía sintió el pánico más grande que nunca había experimentado en su vida. Había perdido la razón por culpa del miedo. No encontraba refugio para zafarse de aquel animal, que ya hacía unos metros que no le perseguía, pero la ceguera del miedo no le permitió percatarse de ello. En su desespero vio una vieja puerta de tablas de madera entreabierta y, de un fuerte empujón, logró que se abriera suficientemente como para entrar en aquel edificio.
Temblando y con la boca seca, rezaba a Buda para que aquella rata no le descubriera, cuando una voz le sobresaltó:
- ¿De quién son estos rezos que oigo?
Allí estaba, la estatua de Buda que le transformó por primera vez.
- ¡Ah! - Exclamó la estatua, - ¡Eres tú! Y ahora ¿Qué vienes a buscar? Ya te avisé que no tenías más oportunidades.
El rata-gato-perro-tigre-hombre no tenía palabras. La estatua prosiguió.
- ¿De quién huyes? ¿De ti mismo?
- Una enorme rata me perseguía – balbuceó el hombre.
- ¿Una rata?
El hombre se quedó callado y pensativo. Se hizo un profundo silencio. Entonces lloró, lloró desconsoladamente, intentando hablar, pero a penas se le entendía.
- ¿Por qué? ¿Por qué no me pude conformar con lo que era? Nunca tuve suficiente. La ambición y la codicia me hicieron olvidar quién era. ¡Más, más y más! De cada vez quería más. Yo nací para ser rata y es lo que de verdad sé ser. Aunque tenga que huir de los gatos y comer en los bidones de basura y vivir por las noches para no ser visto y que huyan por tu repugnancia. Lo tenía todo y no me bastó. Y ahora estoy en el lugar más alejado de lo que yo soy.
La estatua callaba.
- ¿No me vas a decir nada? - Gritó mirando a los ojos de las estatua.
- No hay nada que decir, hicimos un pacto y yo lo cumplí. Ahora no tienes otra opción más que ser humano. Podrás matar tigres, que hieren a los perros, que atacan a los gatos, que persiguen a las ratas. Pero lo que tú eras queda atrás porque renunciaste a ello; es el precio que debes pagar por tu codicia.
- ¡Perdona Buda! – el rata-gato-perro-tigre-hombre tenía algo que ninguna de las anteriores encarnaciones disponía: la inteligencia.
- Dime – contestó la estatua.
- Como ser humano debo responder a mi condición, y una parte de ésta es la gratitud, la humildad, la sinceridad y el honor.
- Exacto, veo que te has adaptado muy bien a ser hombre.
- Gracias – respondió él;- Pues escucha bien lo que te voy a decir.
Se hizo silencio.
- Te agradezco que tu poderosa existencia se fijara en una rata como yo, que no era más que eso, una simple rata perseguida por un gato. Te apiadaste de mí y me concediste un deseo que consideré importante; uno tras otro fuiste satisfaciendo mi gran codicia, la sed por ser el más poderoso de la tierra y no tener enemigos. Viví sintiéndome muy fuerte, pero al rato huyendo de una nueva amenaza. Llegué hasta lo que soy ahora; pero esto me ayudó a reconocer que, aunque seas el animal más pequeño del mundo, tus problemas no son más grandes que los del mayor animal del mundo, ni realmente diferentes. Pero cuando eres algo, sabes ser aquel algo, y lo mejor es admitirlo y vivir lo mejor posible con ello. He fallado, lo admito; pero también he aprendido a valorar lo que eres, y no pensar que tus problemas son más grandes que los de cualquier otro.
La estatua no emitía ningún sonido.
- Por todo ello, te pido que me devuelvas a lo que era, te devuelvo lo que me otorgaste.
- Pero ya te dije que no tendrías otra oportunidad – dijo la estatua.
- ¡No! No te estoy pidiendo otra oportunidad, te estoy devolviendo lo que me diste. Es una cuestión de honor: “Si alguien te da algo que no necesitas, devuélveselo”.
- Eres muy listo – era la primera vez que la estatua emitía un tono de sorpresa en sus palabras.- Está bien, dado que me has atrapado con tu ingenio, no puedo decirte que no. Devuélveme lo que te dí si ya no lo necesitas y retorna a tu estado natural. Pero no olvides nunca esta lección. Eres lo que eres y así es como sabes ser.
Inmediatamente, aquel hombre se convirtió en rata de nuevo, tal como la primera vez que ambos, el animal y la estatua se encontraron.
- ¡Gracias! - Exclamó la rata-gato-perro-tigre-hombre-rata. - Te aseguro que he aprendido la lección y que, a partir de ahora, te adoraré como hacen los humanos.
- Vete y no vuelvas más por aquí, puesto que si lo haces, te aseguro que te convertiré en un gusano que se alimenta de las heces de otros animales.
- Te prometo que no volverás a saber de mí, pero te quiero agradecer de nuevo haberme enseñado a valorar lo que tengo y ser lo que soy.
Tras decir estas palabras, la rata se dirigió hacia una vieja puerta medio entreabierta por donde se colaban los tenues rayos de la luz lunar; echó un vistazo hacia atrás para ver por última vez la estatua de Buda y salió al exterior. Y allí estaba, el gato negro, como si la esperara, como si no hubiera pasado tiempo desde que por primera vez entró en aquel edificio. Y sí, ciertamente el gato tenía señales de haber sido herido en una de sus ancas.




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